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Adaptación, el rasgo común del ser vivo

César Paz-y-Miño*

La piel, los ojos, el cabello, todos son muestras de cómo los seres vivos se van a acomodando al entorno en que debió desarrollar su vida. Foto: EL COMERCIO


Lo que hoy somos como seres humanos, “homo sapiens sapiens” (hombre que sabe que sabe), es producto de un largo proceso evolutivo que se inició hace unos 4 mil millones de años, cuando en una asociación de sucesos bioquímicos y ambientales se originó la vida en la Tierra. Desde ese preciso momento, los seres vivos tuvimos que adaptarnos a las nuevas circunstancias.

El surgimiento de organismos con una membrana que separaba lo externo de lo interno, que producían su propia energía y que se reproducían gracias a una nueva, fantástica y única molécula: el ADN, determinó que estos seres cada vez más complejos, busquen la manera de sobrevivir a los constantes cambios del ambiente, hecho alcanzado con la versatilidad del ADN. El ADN se fue especializando, diseñando genes aptos para nuevos y complejos desafíos. La vida pasó de los organismos unicelulares a los pluricelulares hasta llegar a las especies superiores y al humano, hace un millón de años.

El físico humano atravesó por muchos cambios: bipedestatismo, visión estereoscópica, oposición del pulgar, cerebro grande, corteza cerebral compleja, pérdida de pelaje, comunicación y lenguaje, instrumentos y transformación de la naturaleza. Los genes se fueron seleccionando a favor de las características que proporcionaban más utilidad y mejores posibilidades de supervivencia.

Desde que se origina el humano moderno en África, los cambios genéticos que podemos evaluar, producidos en los últimos 250 000 años, son muy pocos. Conocemos cambios en las mitocondrias y unos pocos en el ADN del núcleo celular. Lo que estudiamos ahora como genoma es la forma más estable de material genético que nos permite ser humanos. Los cambios drásticos del ADN, o mutaciones, normalmente son dañinos.

En el proceso evolutivo, los primeros humanos debían, por ejemplo, adaptarse a la exposición al sol y a los rayos ultravioleta, lo cual acarreaba un precio evolutivo. Al perder el pelaje, los rayos UV afectaban directamente a la piel, dañándola y desencadenando cáncer, por lo que el individuo debía encontrar mecanismos de adaptación; de esta manera se seleccionaron genes de pigmento de la piel, los de la melanina.

Fueron priorizándose genes de oscurecimiento de la piel, pero esto traía un nuevo problema; si la piel era muy oscura y no recibía la cantidad de UV mínima necesaria, se desarrollaba raquitismo, por falta de vitamina D y descalcificación de los huesos. Por tanto, evolutivamente hablando, debía existir un equilibrio justo entre la expresión de los genes de melanina, los UV y la vitamina D, esto a través de 230 colores de piel.

Con el sedentarismo aparecieron la agricultura y la domesticación. Los primeros humanos debieron adaptarse a los crudos inviernos, para lo cual debían guardar y preservar alimentos. Los de fácil almacenamiento resultaron ser los granos y los lácteos. Quienes tenían genes de tolerancia al gluten contaban con mayores posibilidades de sobrevivir a la escasez; quienes contraían lo que hoy se conoce como enfermedad celíaca, morían por la intolerancia al gluten. Se seleccionaron entonces genes de tolerancia al gluten y hoy la mayoría de la población lo tolera.

Con los lácteos ocurre algo similar. Ningún mamífero, excepto el humano, tiene la leche como alimento luego de la etapa de lactancia. Los humanos aprendieron a consumir leche de los animales domesticados, aunque la mayoría de humanos fue intolerante a ella después del destete. Al almacenar lácteos procesados (quesos) y consumirlos en la época de escasez, se instauró una presión selectiva de genes a favor de quienes degradaban la leche (lactosa).

Se conoce que esto ocurrió entre 7 000 y 10 000 años atrás, cuando nos hicimos tolerantes al consumo de lactosa. Sobrevivían los individuos que tenían estos genes, mientras morían los intolerantes. Estudios en Ecuador muestran que la tolerancia a la lactosa está alrededor del 60%. Mientras mayor porcentaje de genes europeos tienen los ecuatorianos, son más ­tolerantes; en cambio, a más genes indoamericanos, menor tolerancia.

Las poblaciones que viven a más de 1 800 metros sobre el nivel del mar deben adaptarse a la altura. Una de las maneras es la adaptación funcional, según la cual, la falta de oxígeno en alturas promueve la producción de mayor cantidad de sangre para optimizar la respiración en los tejidos; así mismo, aumenta la capacidad pulmonar, pero esto entraña riesgos de causar enfisema o trombosis. La adaptación funcional debería conducir, evolutivamente hablando, a la adaptación genética milenaria.

Esto no lo observamos en la población andina, pero sí se ve en poblaciones asiáticas más viejas, como las del Tíbet, en las que sus miembros tienen una variante de la hemoglobina que es más eficiente en la captura del oxígeno, sin aumento de la cantidad de sangre. Hoy sabemos que hay al menos 28 genes de adaptación a la altura.

Darwin decía: “No es el más fuerte de las especies el que sobrevive, tampoco el más inteligente; es aquel que es más adaptable al cambio”. La lista de adaptaciones es innumerable: la talla, la disposición de la grasa, el tamaño de los órganos, la respuesta a fármacos, la defensa mayor o menor a enfermedades, etc.

Los genes nos proporcionan las mayores o menores herramientas adaptativas. Los humanos estamos tan bien adaptados que ocupamos casi todos los nichos ecológicos y, con nuestra inteligencia, ciencia y tecnología, abrimos caminos a nuevas adaptaciones y desafíos. Deberemos seguir dilucidando los cambios genéticos de las nuevas adaptaciones, tal vez evaluables en milenios.  

Academia Ecuatoriana de Medicina y Genomics Lab. Link original: Adaptación, el rasgo común del ser vivo - El Comercio

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