La sinfonía invisible: dolor, defensa, amor y vida escrita en los genes. NOTIMERCIO
- Cesar Paz-y-Mino
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César Paz-y-Miño. Investigador en Genética. Universidad UTE

El dolor es una experiencia universal. Ningún ser humano escapa a él, pero hay un sentido para sentirlo: no es un castigo, es un mensaje, una advertencia escrita en nuestros genes y transmitida por el cerebro para recordarnos que la vida necesita ser protegida. En la piel y en los órganos habitan millones de sensores (nociceptores), que detectan calor, frío, presión o químicos dañinos. Detrás de ellos, genes como SCN9A, NTRK1 y TRPV1 orquestan la señal de alarma que viaja por los nervios hasta la médula espinal y de allí al cerebro, en donde distintas regiones trabajan en concierto para medir la intensidad, diferenciar la sensación y la corteza que le da un matiz emocional.
Este diseño explica por qué un golpe físico y un desgarro afectivo duelen de manera similar: ambos activan circuitos comunes y comparten mensajeros químicos como la dopamina o la sustancia P. La biología no distingue entre corazón roto y piel quemada: en nuestra historia evolutiva, perder un vínculo podía ser tan peligroso como una herida abierta.
El dolor es solo el primer movimiento de una sinfonía invisible. El segundo es la defensa. Cuando percibimos una amenaza, se activan las hormonas del estrés y se libera cortisol, preparando al cuerpo para luchar o huir. Otras regiones del cerebro detectan el peligro, coordinan respuestas automáticas y genes como IL6 y NFKB1 disparan inflamación, movilizando al sistema inmunológico. Incluso moléculas en las células funcionan como radares que distinguen señales de daño y encienden la alarma.
Sin embargo, la vida no se sostiene solo con huida y combate: también requiere vínculos. El tercer movimiento es el amor. Lejos de ser un mero invento cultural, es una estrategia de supervivencia escrita en genes como OXTR y AVPR1A, que producen receptores de oxitocina y vasopresina. Estas hormonas “del amor”, fortalecen la unión entre parejas, familias y comunidades. Cuando tocamos o vemos a alguien amado, nuestro cerebro activa áreas cerebrales que liberan dopamina, reduciendo la percepción de dolor y reforzando la sensación de recompensa. Estar acompañado no solo consuela: también sana.
Los sentimientos integran todo lo anterior. Regiones cerebrales reciben información del cuerpo, la memoria y el entorno, modulando la manera en que vivimos cada experiencia. Así, lo insoportable puede volverse tolerable si contamos con apoyo, o lo leve transformarse en tormento si estamos solos.
Dolor, defensa, amor y sentimientos no son piezas aisladas: forman parte de un tejido común, fruto de millones de años de evolución. Mutaciones de algunos genes pueden abolir la percepción de dolor; modifican la empatía, influir en la tolerancia y el ánimo. Insensibilidad Congénita al Dolor, Síndrome del dolor crónico, fibromialgia, neuropatía diabética, son ejemplos.
Comprender este entramado abre la puerta a terapias personalizadas genéticas que alivien sin eliminar, que fortalezcan vínculos y que nos recuerden que lo que nos hiere, protege y une proviniendo de un mismo guion evolutivo. En ese guion, cada lágrima, cada abrazo y cada latido son capítulos de la gran historia de la vida: la de un organismo empeñado en mantenerse vivo.